Por Tova Shvartzman
A las palabras no se las lleva el viento, como suele decir el refrán popular.
Por el contrario, ellas quedan como signo, marca, oráculo, destino, azar o huella en nuestros cuerpos; moldeando un organismo viviente que nunca hemos sido.
De entrada somos cuerpo de palabra. De entrada, el mundo nos recibe sumergidos en el lenguaje.
Al decir de Borges en su poema “El Golem”, en el momento en que éste adviene al mundo: “De pronto se vio, como nosotros, aprisionado en esta red sonora….”
La palabra pronunciada o silenciada es la que nos hace humanos. Más allá de lo que las neurociencias muestren o demuestren, a través de las palabras, o de su falta, se vehiculiza el deseo humano. Deseo que siempre es enigmático aún para aquél que lo porta.
Mirta Kupferminc ha sabido captar los cruzamientos en donde Cuerpo y palabra son uno y a la vez diferenciado campo.
El cuerpo humano, las mujeres, la soledad del paisaje mudo, el cuerpo animal, la palabra del Otro como constituyente o etiqueta, son algunos de los temas tratados.
Las obras presentan la materialidad de la palabra, la que se da a ver en dos dimensiones. Por un lado, la artesanía que teje la emisión de la voz, y que forma esas cadenas que vuelven sobre sí mismas, hechas con paciencia y tiempo, casi sin cortes; transformándose en escrituras portables, en esculturas construidas sin cincel. Y por otro lado, la imagen del grabado, que pone en el plano esas esculturas blandas que la artista ha esculpido. Volumen que la imagen refleja.
Así, los mundos simbólicos en donde cada sujeto se constituye, son una cuna, un edificio, un sostén hecho de palabras /escrituras y de los intersticios de ese encaje que toda una vida teje.
Encaje en los dos sentidos; la trama que conocemos en telas delicadas y la acción por la cual los elementos se corresponden. Sin embargo, la Armonía en el encaje aparece un como imposible humano.
No hay encaje perfecto.
No hay encaje universal.
Al decir de Lacan: “la palabra no informa nada, la palabra evoca”. Y en esa evocación se juega, como en “Yo soy Elena”, las significaciones que el Otro ha proyectado sobre quién es cada uno, o en “Malentendido”, la búsqueda de una escucha verdadera de lo que se quiere decir. O en “Mi
torre de Babel”, donde la confusión de lenguas ya no es castigo divino, sino condición humana; o en “Murmurando”, donde las palabras –escrituras, forman ese rostro sin ojos que de todos modos me mira.